Abrocharse o saltar
Le escuché a un niño de siete años decir que cuando grande quiere ser pediatra y cantante. Uf. ¿En qué momento de la vida dejamos de soñar así, con un signo de interrogación seguido por uno de exclamación? Él lo dijo como una afirmación, pero de adultas sabemos que eso también contiene, en el núcleo, la curiosidad que perdemos en la adolescencia y rescatamos en la treintena después de haber sacrificado parte de las reservas de energía vital. Para recuperarla, la vida nos obliga a deconstruirnos y así tomamos caminos tangenciales: senderos que siempre estuvieron demarcados como las salidas de un avión, pero que descartamos porque quedarse sentado con el cinturón abrochado —sin saber que vamos a chocar—, parece más seguro que saltar al vacío.
Es paradójico que entremos a la veintena con tantos sueños y salgamos de ella preguntándonos si la adultez consiste en sacar el verbo soñar de nuestro vocabulario, porque nos la pasamos de duelo en duelo: lo que ya no se hizo, lo que ya no fue, lo que ya no se cumplirá. Ese fatalismo es resultado de un culto a la juventud que hace de los veinte un ritual de paso tormentoso: confronta la vida y a la vez le huye. Pero también es la consecuencia de haber escuchado que los caminos convencionales (los de “toda la vida”, los de estudiar A o B, los de formar familia así o asá) son seguros. Es falso, no son seguros y nos pueden hacer muy infelices. También pueden conducir al desempleo, al tedio, a la falta de propósito, a la sensación de extravío que, a los veintinueve, tira por el precipicio las facultades de soñar.
Si los caminos convencionales son inseguros y no necesariamente ahorran dolores, ¿por qué descartar los desvíos propios, tan movilizadores en momentos de genuino desespero y ansias de renuncia? Porque en la escena del avión, aventarse es sinónimo de locura. Aunque no todo el mundo lo admita, a los treinta nos enteramos de que quedarnos sentados también lo es. Entonces por primera vez nos enfrentamos a una disyuntiva que no nos dijeron que existía —porque hiere hablar de ella—, entre lo que elegimos por las razones equivocadas y lo que descartamos por miedo a la incertidumbre. Si decidimos atravesar la bifurcación de los túneles , la piel se nos cae. Pero se regenera para que podamos volver a imaginar, como en la infancia, un lugar en el mundo que no tenga sentido para nadie más que para nosotras.
La función de los sueños
Un sueño no es un proyecto como el lenguaje corporativo nos lo ha hecho creer. Los proyectos se diseñan para la ejecución, con indicadores y toda esa cultura que nos enferma desde la primera experiencia laboral. Los sueños, no. Y no tiene nada que ver con su realización. Un sueño es un llamado místico que poco depende del influjo externo; un proyecto, en cambio, es una decisión que se soporta en cálculos, balances y estrategias. Atendemos al llamado de los sueños en función de qué tan fuerte nos hablen, es decir, de qué tan despojados estemos de lo ajeno para poder escuchar. Cuando el llamado es claro y hemos mudado de piel, ocurre algo que he bautizado como acción intencional, diferente a las tareas, los objetivos o las tácticas.
La acción intencional es orgánica (emana del deseo, no del deber) y eso no significa que no requiera disciplina. Pero es un riesgo, se asume con la humildad de que, por mucho esfuerzo y dedicación, un sueño puede no alcanzarse. No porque hayamos fallado o planteado mal el cronograma y el presupuesto, sino porque hay fuerzas que nos superan y nos dan lecciones de especie: como humanos somos incapaces de controlar la totalidad de las variables. Por ejemplo, podemos darnos cuenta de que determinado sueño nunca fue nuestro. Pero como lo apropiamos tanto, luego nos da la falsa impresión de haber fracasado.
Los sueños tienen la función de propulsarnos a través de la imaginación, ya sea que se cumplan o no, cuando las circunstancias diarias nos absorben la existencia. No de medir nuestra noción de éxito para arrojar un resultado al final de la vida. También nos empujan por medio de la decepción, pues cada vez que cumplir sueños depende de las elecciones de alguien más, ellos mutan, se adaptan y nos siguen sirviendo de impulso a la medida de cada etapa vital. Pero si los cumplimos, nos proponen un nuevo sueño, más grande, más ambicioso. ¿No es soñar un buen ejemplo de amor por la vida?




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