Un lugar-no-lugar de la geografía de Connecticut
Apuntes sobre la primera temporada de Gilmore Girls
***[Spoiler alert]***
Entre 1997 y 1998, nos paramos en un lugar-no-lugar de la geografía de Connecticut llamado Stars Hollow, y conocemos a las Gilmore: Lorelai y Rory, mamá e hija, gerente de un hotel y estudiante de colegio, amiga uno y amiga dos de la amistad natural mejor retratada. Rory, que también se llama Lorelai porque a su mamá le pareció una gran reivindicación femenina el día del parto, cumple dieciséis años, se ennovia por primera vez y se cambia de un colegio público a uno privado para poder ir a Harvard como siempre ha soñado.
El precio de Chilton, ese recinto para niños ricos que aspiran a las Ivy League, está fuera del alcance de Lorelai pero no de sus padres, Emily y Richard Gilmore. El problema es que llevan años distanciados por el cisma que el embarazo adolescente de Lorelai produjo en la familia. Según ellos, su única hija sometió al apellido a la vergüenza y al desprestigio. No contenta con eso, dicen los Gilmore, terminó de arruinar la reputación del linaje porque decidió irse de la casa con la bebé, en lugar de casarse con Christopher, el padre de Rory. Así que, pasando por encima de su orgullo, Lorelai acude a sus padres para poder costear el boleto académico de su hija a Harvard. Ellos acceden con gusto porque Rory los enorgullece, a cambio de una cena a la semana, de un asomo periódico a sus vidas.
Como espectadoras, tenemos más información que Emily y que Richard. Nosotras sí sabemos que Rory y Lorelai tienen una relación madre-hija genuinamente cómplice, de pares, de igual a igual. Lo que hace el desarrollo de la historia es proporcionar los indicios de cómo llegaron a ese estadio idílico. Tengo la sensación de que la mayoría de los productos televisivos y cinematográficos nos muestran un cliché romántico sobre la relación entre una madre y una hija, mientras que la mayoría de los referentes literarios nos revelan las costuras de ese vínculo, su contracara: heridas, espejismos, reproches, abismos. Entonces la serie hace parte de la tradición audiovisual, pero tiene el foco puesto en el cómo de ese lazo, que es justamente su diferencial. La primera temporada es interesante porque nos da pistas sobre ese proceso —que ampliará en seis temporadas más—, pero empieza en un momento vital en el que el tejido entre la madre y a la hija puede rasgarse: Rory se está convirtiendo en una adulta. Por fortuna, Lorelai parece haberse encargado de criarla a sabiendas de que va a ser, más que cualquier otra cosa en su vida, una adulta.
A Lorelai y a Rory las une el café. Son adictas, sobre todo Lorelai, que habla a la velocidad de la cafeína agolpada en la sangre. Ven películas clásicas, escuchan rock en el Jeep, son desordenadas, se cuentan chismes, no lavan ropa con frecuencia y comen chatarra desde el desayuno hasta la cena sin pudor, sin la corrección de estos tiempos. Es verdad que la poca diferencia de edad las acerca (dieciséis años), pero sobre todo las une la conversación, el humor y el arte.
Lorelai nunca la ha querido asfixiar, al contrario. Como por compensación, le ha ofrecido una experiencia de hija opuesta a la que ella tuvo y hasta cierto punto sigue teniendo. Porque con sus padres se disparan todo el tiempo, se tiran las puertas y los teléfonos y los recuerdos. Ellos no han sabido tender puentes y ella dice no saber cómo ser hija.
Rory es una chica noble que siempre carga un libro clásico en el bolso, que estudia hasta el amanecer, que de vez en cuando hace las veces de mamá. Es indiferente a las enemistades y a la intimidación del nuevo colegio, especialmente por parte de Paris, quien no tiene ese nombre por azar. Al fin y al cabo, su amiga de toda la vida, Lane, no está en Chilton sino en el anticuario de Stars Hollow. Hablamos de una chica de ascendencia surcoreana, experta en música, no dispuesta a darle el gusto a sus padres conservadores de enamorarse de un hombre que ellos validarían.
Rory tiene claro que su propósito superior es ir a Harvard y, por añadidura, a Chilton. Pero conoce a Dean y lo duda, porque él entra al colegio público justo cuando ella se va. En un arranque de enamoramiento quiere cambiar de planes y renunciar a la idea del colegio privado, hasta que Lorelai se impone como pocas veces lo hace. Con esa sabiduría popular de la que todo el mundo se quiere untar, le dice que los hombres (así, en abstracto) siempre van a estar ahí, pero que Chilton quizás no. Dean, dicho sea de paso, es un personaje sin mucha gracia, un novio aburrido, un hombre egoísta al que no le gustan las relaciones que se tardan en calibrar la velocidad de las partes involucradas.
Pensar en Stars Hollow es pensar en el Independence Inn, en el gazebo del centro, en las estaciones marcadas como en ningún otro lugar del mundo. Pero también en Luke y en su café-restaurante Luke’s. En un pueblo surreal y chismoso, cuyos personajes secundarios poco importan por su individualidad sino por su contribución a la cursilería comunitaria y al absurdo colectivo, Luke es la voz de la sensatez, del anticonsumismo, de la austeridad y del pragmatismo. Lo cubre una coraza detrás de la cual hay un hombre que tiene mucho que decir, pero no habla más que para señalar problemas o sabotear las locuras del pueblo; que siente con intensidad, pero no quiere asumir las consecuencias de demostrarlo. Nos deja claro que hay una emoción que lo une a Lorelai —y ella no es indiferente a esa obviedad—, pero prefiere mirar para otro lado porque su mejor compradora de café está con el profesor de Literatura de Chilton, Max Medina, mientras él va y viene con Rachel, una fotógrafa que batalla sin éxito contra su propia condición de nómada.
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