Los de siempre estuvimos en la casona rosada de La Macarena. La recordaba pálida, pero el tono es en realidad agudo; entona de maravilla con las hiedras trepadas hasta el techo por el patio central. Allá tomamos té de cacao, pisco y mimosas; comimos huevos al gusto; picamos tofu en cama de pimentón con rúgula fresca.
El grupo ha crecido, producto del amor y el oficio, aunque nunca ha cambiado los códigos de su lenguaje. Todo nuevo integrante aporta al equilibrio del ecosistema, porque cada miembro fundador que lo trae se conoce y está bien rodeado. Entonces, las conversaciones son inagotablemente seguras. Como el origen etimológico de la palabra conversar, damos vueltas en compañía. No hablamos lanzando dardos; sabemos hacer preguntas que tienden puentes.
A ratos me quejo de que los veo poco, de que no soy prioritaria en sus afectos y otras pataletas de adulta caprichosa. Pero lo cierto es que, con ellos, he cruzado el umbral existencial de las tertulias; he atravesado las bifurcaciones de la indecisión. Con ellos me he hecho adulta y he desplazado la idea de lo que me parece joven: de los treinta a los cuarenta, de los cuarenta a los cincuenta. En el encuentro de la casona rosada, me quedó claro que dejamos caer migajas de pan sobre el tapete como testimonio de que vivimos a tope, de que somos una madriguera.
No podría darme cuenta de lo que soy con los de siempre, si no hiciera parte de un grupo no elegido: los de ahora en la pecera de cubículos. Ellos son como la oportunidad que le doy al café. Me lo tomo para que me proporcione un momento acogedor —y lo hace—, pero luego me precipita el corazón. De golpe se enciende la máquina que me dispara pensamientos como confeti en la cara. Aunque la desenchufen, no para de lanzarme papelitos que se me incrustan en los ojos, en la nariz, en la boca.
Los de ahora son el sinsabor de haber sido espontánea a cualquier hora del día. El grupo no origina diálogos, porque toda interacción está cifrada en proclamaciones —trinos y fotos musicalizadas— sobre las formas sordas de ver el mundo. «Este finde no subiste nada», «supe lo que hiciste el viernes»: la improvisación de un termómetro para los nexos contractuales de las almas. Entonces me resigno y me valgo de la diplomacia para reconocer que, mientras no maten, hay relaciones que es mejor conservar por respeto a las vueltas que da la vida. Vueltas como, por ejemplo, la del regreso al bachillerato en plena treintena laboral.







Gracias por ser parte. Sigo tomando apuntes.