Las manos me huelen a aceite de orégano desde que caí en la cuenta de que he estado divulgando mis historias entre las personas equivocadas. Las correctas, por si se lo preguntan, son consecuentemente escasas y difíciles de identificar. Confunden, a veces estafan, pero siempre dejan por el camino huecos en los que las hierbas aromáticas aprenden a echar raíces.
Tenía un sueño atorado a diez mil pies de altura. Pensé que se había muerto, pero resultó que solo ascendió a las nubes cuando dejó de parecerme alcanzable. No nació conmigo, sino que por el camino se me prendió a la piel y al pelo. Qué privilegio darme cuenta de que ya aterrizó, de que puedo estar por cumplirlo, de que estoy cumpliendo otros que no sabía que tenía.
Con este calor en el pecho reducido —arriba, abajo, arribita, abajito—, aprendo que estar viva no es suficiente para dar por sentado el hecho de respirar. Ay, ¡el vapor de la menta en los ojos llorosos! Conmigo, contigo, con ella en este trozo de casa flotante desde la que vemos la cordillera y oímos la lluvia insomne.
La sensación de estar echada a perder se parece al olor del eucalipto, y al derecho de no querer a alguien, y al silencio como autocensura —o autogolpe—, y a las hebras enredadas de mi pashmina cuando no había salido de Nepal, y a las palabras cautelosas pero falsas que supuestamente me cuidan la espalda en la oficina.
Caminé a regañadientes en la dirección de lo que da más miedo, la busqué sin saber que la estaba buscando: ayuda divina de todos los templos, de todas las religiones, de todos los lugares sagrados, de todas las historias y las geografías, de todo lo que hemos sido y seremos debajo del cielo empañado, sí, pero también estrellado.
Gracias por ser parte.
Sigo tomando apuntes.